miércoles, agosto 24, 2005

Volando

viernes, agosto 12, 2005

Esperar

De Julián Marías

EL hombre es proyectivo, futurizo, orientado hacia el futuro. Esto quiere decir que su vida consiste fundamentalmente en esperar. Esperar, ¿qué? Seguir, seguir viviendo, imaginando quién se quiere ser, quién se pretende ser. ¿Hasta cuándo? La vida tiene un término, la muerte; el hombre sabe que tiene que morir, pero esto en el fondo le parece inverosímil, inaceptable. La pretensión de perduración indefinida, de inmortalidad, es universal en distintos grados y en diversas formas. Es lo común a todas las religiones, en una forma o en otra, porque si el hombre se acaba, se extingue, la religión carece de sentido. Por eso me parece una refinada crueldad el intento de despojar de la esperanza a las personas, principalmente a aquellas que apenas pueden esperar nada en este mundo. Viejos, solitarios, enfermos, pobres, con defectos que entorpecen la vida, tienen tal vez la esperanza de seguir viviendo mejor, de un modo vividero, acaso incomparablemente superior a lo que han conocido. Y los que han gozado o gozan de una vida relativamente satisfactoria, cuyo valor conocen, en un mundo sustancialmente bueno, con personas amadas, aspiran a la continuidad de todo eso, a su incremento y perfección. Siempre ha habido algunas personas que han desesperado, que han sentido la zozobra de la posible extinción. Han dudado, han desconfiado de la posibilidad de seguir viviendo siempre, y esta falta de esperanza ha minado su fe. «La fe es la sustancia de las cosas que se esperan, el argumento de las que no aparecen». Esas personas han lamentado su desesperanza, han intentado combatirla, en todo caso han procurado no comunicarla a otros, incluso han velado por mantenerla y sostenerla entre los demás. Un ejemplo de ello es la admirable novela de Unamuno «San Manuel Bueno, mártir», en que el sacerdote don Manuel, que no acaba de esperar, deja que los fieles recen por él el Credo, y al llegar a «la resurrección de la carne y la vida perdurable» deja que los demás cubran su silencio, «y era que él se callaba».

miércoles, agosto 03, 2005

Lugares vacíos

Fragmento, Tu rostro mañana. Baile y sueño, Javier Marías

Uno se conforma con lo que le va llegando y hasta bendice que le llegue aún algo sobre todo alguien, por rebajadas versiones que sean de lo suprimido o interrumpido o de los añorados; es difícil, cuesta mucho suplir a las figuras perdidas de nuestra vida, y se va eligiendo poco o nada, se precisa un esfuerzo de convencimiento para cubrir las vacantes, y qué mal nos resignamos a que se reduzca el elenco sin el cual no nos soportamos ni apenas nos sostenemos, y aun así se reduce siempre si no morimos o si no muy rápido, no hace falta llegar a viejo ni tan siquiera a maduro, basta con tener en la espalda algún muerto querido o algún querido que dejó de serlo para convertirse en odiado u omitido nuestro, en nuestro aborrecido o borrado máximo, o con serlo nosotros de alguien que nos puso la proa o nos expulsó de su tiempo, nos apartó de su lado y de pronto negó conocernos, un encogimiento de hombros al vernos mañana el rostro o al oír nuestro nombre que susurraban anteayer muy suavemente sus labios. Sin decírnoslo, sin formulárnoslo, percibimos esa dificultad enorme del reemplazamiento, así que a su vez nos prestamos todos a ocupar vicariamente los lugares vacíos que otros van asignándonos, porque comprendemos y participamos de ese mecanismo o movimiento sustitutorio universal continuo de la resignación y de la mengua, o del capricho a veces, y que al ser de todos es el nuestro; y así aceptamos ser remedos, y vivir cada vez más rodeados de ellos. Quién sabe quién nos sustituye y a quién sustituimos nosotros, sólo sabemos que sustituimos y se nos sustituye siempre, en todas las ocasiones, y en todas las circunstancias y en cualquier desempeño y en todas partes, en el amor, en la amistad, en el empleo y en la influencia, en la dominación, y en el odio que también mañana se cansará de nosotros, o pasado mañana o al otro o al otro. Sólo sois y sólo somos como nieve sobre los hombros, resbaladiza y mansa, y la nieve siempre para.

martes, agosto 02, 2005

De los paraguas y las casas

Ayer discutía con una amiga sobre el dudoso resguardo que ofrecen los paraguas. Si bien no puedo salir de casa sin uno -digo, en el caso de que el cielo amenace con tormentas y vientos-, ya lo dije varias veces "el agua es a mi pelo, lo que la criptonita a Superman" -creo que debería comprarme un sombrero-, el refugio "paragüístico" -por llamarlo de alguna manera- me parece de los más escasos si existiera una tiplogía aplicada a las protecciones físicas.

Mi amiga, sin embargo, comparaba la protección de la familia con la de un paraguas. La discusión, en un principio centrada sobre las nuevas supuestas formas de familia: ensambladas, mixtas y demás invenciones posmodernas, cambió su Norte para argumentar a favor o en contra de las propiedades de protección ofrecidas por un elemento tan arcaico como los paraguas.

Hace poco tuve una experiencia que confirmó mi desconfianza hacia las sombrillas de la lluvia. Bajé del subte -subí, mejor dicho- como todas las mañanas hacia el trabajo. Llovía y soplaba un viento considerable. Dado los riesgos que debe soportar el pelo frente a los vendavales de agua, suelo ser precavida y adquirir esos paraguas similares a las sombrillas de los paradores playeros. Vuelvo, sí. Que iba caminando cruzando la avenida Madero y una ráfaga de viento y agua arruinó por completo mi precario techo de tela impermeable. Como pude acomodé lo que quedaba del armazón y la tela para llegar, al menos, al trabajo en condiciones. Todo intento fue en vano. La única opción posible fue correr y salvar que lo que se pueda con bufanda al mejor estilo "madres de plaza de mayo" y lo que fue de un paraguas en la mano, aquí se aplica literalmente el título de la película que nos promete que el futuro siempre será mejor con la frase final de Scarlett O'hara -"mañana será otro día"-, y el nombre, claro, "gone with the wind".

¿Qué a qué iba? Si, a confirmar por experiencia empírica -datos extraídos de la realidad- lo precario de la protección ofrecida por el paraguas. Papá siempre dice que no hay un lugar mejor que la casa. Quizás haya momentos en los que la expresión resulte chocante o, incluso, con un afán de control, pero sé que tiene razón. Que un paraguas no es comparable a una casa, por decirlo de alguna manera. Que la protección de un paraguas es tan escasa, y aunque la casa no nos priva del sin sentido, nos ofrece el cobijo para meditar con tranquilidad sobre esa y otras cuestiones.

La casa de uno, el lugar donde habitamos, el espacio que nos protege, que habla de nosotros en su decoración, en el desorden, en la limpieza. Un techo que ofrece cobijo no sólo a la persona que somos, sino, más que nada, a nuestra intimidad. A la intimidad propia. Hace varios años hice un seminario que llamaba "Antropología para una ética coherente". Sinceramente recuerdo poco y nada de lo dicho en aquellas clases, sólo una frase quedó casi sellada en mi memoria. El profesor repetía hasta el hartazgo de los asistentes que "el hombre es cuerpo".

Y se refería a que la intimidad de la persona no sólo se encuentra, digamos, en su corazón, sino que al ser unidades de cuerpo y alma -no somos sin cuerpo, no somos sin alma-, la intimidad también está en nuestro cuerpo y como tal merece ser resguardada. Esta protección, no por creerse que la intimidad de uno sea gran cosa, es la intimidad y sólo por eso es valiosa, es necesaria. Y la casa, entonces, se convierte en el mejor lugar para cuidarla y protegerla. No sólo por la protección física (paredes, techo), sino porque en la casa están aquellos que nos quieren y que sabrán valorar, cuidar y proteger eso que tenemos en nuestro cuerpo y nuestro corazón.