martes, agosto 02, 2005

De los paraguas y las casas

Ayer discutía con una amiga sobre el dudoso resguardo que ofrecen los paraguas. Si bien no puedo salir de casa sin uno -digo, en el caso de que el cielo amenace con tormentas y vientos-, ya lo dije varias veces "el agua es a mi pelo, lo que la criptonita a Superman" -creo que debería comprarme un sombrero-, el refugio "paragüístico" -por llamarlo de alguna manera- me parece de los más escasos si existiera una tiplogía aplicada a las protecciones físicas.

Mi amiga, sin embargo, comparaba la protección de la familia con la de un paraguas. La discusión, en un principio centrada sobre las nuevas supuestas formas de familia: ensambladas, mixtas y demás invenciones posmodernas, cambió su Norte para argumentar a favor o en contra de las propiedades de protección ofrecidas por un elemento tan arcaico como los paraguas.

Hace poco tuve una experiencia que confirmó mi desconfianza hacia las sombrillas de la lluvia. Bajé del subte -subí, mejor dicho- como todas las mañanas hacia el trabajo. Llovía y soplaba un viento considerable. Dado los riesgos que debe soportar el pelo frente a los vendavales de agua, suelo ser precavida y adquirir esos paraguas similares a las sombrillas de los paradores playeros. Vuelvo, sí. Que iba caminando cruzando la avenida Madero y una ráfaga de viento y agua arruinó por completo mi precario techo de tela impermeable. Como pude acomodé lo que quedaba del armazón y la tela para llegar, al menos, al trabajo en condiciones. Todo intento fue en vano. La única opción posible fue correr y salvar que lo que se pueda con bufanda al mejor estilo "madres de plaza de mayo" y lo que fue de un paraguas en la mano, aquí se aplica literalmente el título de la película que nos promete que el futuro siempre será mejor con la frase final de Scarlett O'hara -"mañana será otro día"-, y el nombre, claro, "gone with the wind".

¿Qué a qué iba? Si, a confirmar por experiencia empírica -datos extraídos de la realidad- lo precario de la protección ofrecida por el paraguas. Papá siempre dice que no hay un lugar mejor que la casa. Quizás haya momentos en los que la expresión resulte chocante o, incluso, con un afán de control, pero sé que tiene razón. Que un paraguas no es comparable a una casa, por decirlo de alguna manera. Que la protección de un paraguas es tan escasa, y aunque la casa no nos priva del sin sentido, nos ofrece el cobijo para meditar con tranquilidad sobre esa y otras cuestiones.

La casa de uno, el lugar donde habitamos, el espacio que nos protege, que habla de nosotros en su decoración, en el desorden, en la limpieza. Un techo que ofrece cobijo no sólo a la persona que somos, sino, más que nada, a nuestra intimidad. A la intimidad propia. Hace varios años hice un seminario que llamaba "Antropología para una ética coherente". Sinceramente recuerdo poco y nada de lo dicho en aquellas clases, sólo una frase quedó casi sellada en mi memoria. El profesor repetía hasta el hartazgo de los asistentes que "el hombre es cuerpo".

Y se refería a que la intimidad de la persona no sólo se encuentra, digamos, en su corazón, sino que al ser unidades de cuerpo y alma -no somos sin cuerpo, no somos sin alma-, la intimidad también está en nuestro cuerpo y como tal merece ser resguardada. Esta protección, no por creerse que la intimidad de uno sea gran cosa, es la intimidad y sólo por eso es valiosa, es necesaria. Y la casa, entonces, se convierte en el mejor lugar para cuidarla y protegerla. No sólo por la protección física (paredes, techo), sino porque en la casa están aquellos que nos quieren y que sabrán valorar, cuidar y proteger eso que tenemos en nuestro cuerpo y nuestro corazón.