Que alguien te quiera
Por Rosa Montero
Leo en las secciones necrológicas de los periódicos españoles que falleció Iván Noble, un joven periodista inglés de la BBC al que yo no conocía antes de leer su obituario, y que por lo visto se ha hecho famoso porque hace dos años y medio, tras haberle sido diagnosticado un tumor cerebral, comenzó un blog (ya saben, un diario personal escrito en Internet) sobre su lucha contra este cáncer que al final le ha matado con 37 años. Es decir, Noble se hizo famoso en su muerte, o contra su muerte, o justamente por su condición mortal, que es por otra parte la de todos. Al asumir su muerte, le dio una razón y un sentido a su vida.
Teniendo en cuenta que todos estamos condenados al polvo y las cenizas, resulta increíble lo mucho que nos peleamos por no morir, lo atroz, antinatural e inadmisible que nos resulta la muerte. Pero vivir tampoco es cosa fácil, teniendo como tenemos tantos sueños y tantos deseos, y tan poquito tiempo para cumplirlos. Por no hablar del sentido de la vida, que ya se sabe que es el tópico más obvio que pensarse pueda, pero que no por ello deja de ser desasosegante y peliagudo.
La prueba más clara de que ya has alcanzado la edad madura (o, dicho de otro modo, de que empiezas a ser viejo), es llegar a ese día cruel en el que te levantas y, mientras te pintas los ojos o te afeitas el mentón ante el espejo, te das cuenta de que tu existencia ya está más o menos hecha. Que tal vez podrás todavía hacer muchas otras cosas en el futuro, pero que, a tus espaldas, ya arrastras una vida irreversible, una biografía que no tienes más remedio que asumir. Y ese día, mientras te maquillas o te rasuras, empieza a picarte la conciencia, como si te estuviera brotando una especie de grano espiritual, un acné del alma, si es que tenemos eso (alma, porque acné seguro que sí). Y te dices: ¿ha servido o sirve mi vida para algo? ¿Tiene algún sentido todo este frenético patalear sobre el planeta?
El escritor Luis Landero, en su estupenda novela Juegos de la edad tardía, habla de esa hambruna de sentido y de trascendencia y lo llama el Afán. Este Afán puede ser el motor de grandes maravillas, pero también de horrores. El Afán conquista imperios, descubre vacunas, compone grandes sinfonías, desata guerras carniceras.
Dice Landero que lo padecen sobre todo los varones, y es posible que, tradicionalmente, haya sido así. Tal vez el mero hecho biológico de parir, y el papel de eternas cuidadoras de los demás que antaño cumplieron las mujeres, haya mitigado esa sensación de inutilidad de la propia existencia. Pero también he visto a muchísimas amas de casa que, en ese momento de la verdad frente al espejo, se han sentido más inútiles que nadie, justamente porque sus existencias no tenían un refrendo público, porque no habían llegado a nada según los valores convencionales del fracaso y del éxito.
Esta es la gran trampa de la que hay que huir: de la noción del éxito social. Nadie triunfa en todo en su vida, de la misma manera que nadie fracasa en todo. Y ese supuesto éxito exterior tampoco suele aliviar la ansiedad de saber si tu vida ha servido para algo. ¿Cuál es el sentido de tu existencia? He aquí una gran pregunta que me parece que sólo se puede contestar con respuestas pequeñas.
El sentido de vivir consiste en intentar encontrarle sentido a la vida cada día, aun en la peor de las circunstancias. Como ha hecho Iván Noble, como hacen e hicieron otros muchos. Como me enseñó mi padre, por ejemplo. Todos tenemos alrededor personas cuyas vidas han sido y nos son necesarias y hermosas. Sí, supongo que ese es el verdadero sentido de vivir: que alguien te quiera.
Leo en las secciones necrológicas de los periódicos españoles que falleció Iván Noble, un joven periodista inglés de la BBC al que yo no conocía antes de leer su obituario, y que por lo visto se ha hecho famoso porque hace dos años y medio, tras haberle sido diagnosticado un tumor cerebral, comenzó un blog (ya saben, un diario personal escrito en Internet) sobre su lucha contra este cáncer que al final le ha matado con 37 años. Es decir, Noble se hizo famoso en su muerte, o contra su muerte, o justamente por su condición mortal, que es por otra parte la de todos. Al asumir su muerte, le dio una razón y un sentido a su vida.
Teniendo en cuenta que todos estamos condenados al polvo y las cenizas, resulta increíble lo mucho que nos peleamos por no morir, lo atroz, antinatural e inadmisible que nos resulta la muerte. Pero vivir tampoco es cosa fácil, teniendo como tenemos tantos sueños y tantos deseos, y tan poquito tiempo para cumplirlos. Por no hablar del sentido de la vida, que ya se sabe que es el tópico más obvio que pensarse pueda, pero que no por ello deja de ser desasosegante y peliagudo.
La prueba más clara de que ya has alcanzado la edad madura (o, dicho de otro modo, de que empiezas a ser viejo), es llegar a ese día cruel en el que te levantas y, mientras te pintas los ojos o te afeitas el mentón ante el espejo, te das cuenta de que tu existencia ya está más o menos hecha. Que tal vez podrás todavía hacer muchas otras cosas en el futuro, pero que, a tus espaldas, ya arrastras una vida irreversible, una biografía que no tienes más remedio que asumir. Y ese día, mientras te maquillas o te rasuras, empieza a picarte la conciencia, como si te estuviera brotando una especie de grano espiritual, un acné del alma, si es que tenemos eso (alma, porque acné seguro que sí). Y te dices: ¿ha servido o sirve mi vida para algo? ¿Tiene algún sentido todo este frenético patalear sobre el planeta?
El escritor Luis Landero, en su estupenda novela Juegos de la edad tardía, habla de esa hambruna de sentido y de trascendencia y lo llama el Afán. Este Afán puede ser el motor de grandes maravillas, pero también de horrores. El Afán conquista imperios, descubre vacunas, compone grandes sinfonías, desata guerras carniceras.
Dice Landero que lo padecen sobre todo los varones, y es posible que, tradicionalmente, haya sido así. Tal vez el mero hecho biológico de parir, y el papel de eternas cuidadoras de los demás que antaño cumplieron las mujeres, haya mitigado esa sensación de inutilidad de la propia existencia. Pero también he visto a muchísimas amas de casa que, en ese momento de la verdad frente al espejo, se han sentido más inútiles que nadie, justamente porque sus existencias no tenían un refrendo público, porque no habían llegado a nada según los valores convencionales del fracaso y del éxito.
Esta es la gran trampa de la que hay que huir: de la noción del éxito social. Nadie triunfa en todo en su vida, de la misma manera que nadie fracasa en todo. Y ese supuesto éxito exterior tampoco suele aliviar la ansiedad de saber si tu vida ha servido para algo. ¿Cuál es el sentido de tu existencia? He aquí una gran pregunta que me parece que sólo se puede contestar con respuestas pequeñas.
El sentido de vivir consiste en intentar encontrarle sentido a la vida cada día, aun en la peor de las circunstancias. Como ha hecho Iván Noble, como hacen e hicieron otros muchos. Como me enseñó mi padre, por ejemplo. Todos tenemos alrededor personas cuyas vidas han sido y nos son necesarias y hermosas. Sí, supongo que ese es el verdadero sentido de vivir: que alguien te quiera.
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